La Expedición.
Convenimos en que le siguiera llamando “Deuterio” para no contrariar la situación ante Clío, y es así, pues, que Deuterio pasó a narrar el inicio del viaje antes del cruce del Helesponto, que era lo único que realmente le importaba de todo él, hasta el momento de la recuperación del Vellocino, que se convertía para todos en esa lucha, en un combate por una prenda para rehacer un reino, y con ésta, su honor e identidad; pero que era, para un reducido grupo de conspiradores, la revelación de un valioso secreto.
_ Se inició así, pues –continuó en una nueva ocasión Deuterio–, la expedición de los argonautas. El hecho había atraído una gran atención desde Tesalia al Peloponeso y causado una gran sensación; y realmente no podía haber sido de otra manera considerando la personalidad de los que nos embarcábamos, más que por el objetivo del viaje en sí, que para la gran mayoría no sólo de la población, sino de los mismos expedicionarios, era sólo un hecho simbólico.
_ Es algo así, para nosotros en México –dije interrumpiendo su exposición–, como la famosa recuperación del Penacho de Moctezuma, pero entendiéndose por unos cuantos, que entre sus grecas se esconde un mensaje secreto extraordinariamente valioso.
_ ¡Ajá, exacto! –rió abiertamente Deuterio con el ejemplo, seguramente pensando en la expectación que causaría la organización de un ejército para ir a invadir Austria, por algo que de otro modo poco importaría de manera práctica–, y ni más ni menos que con Herácles al mando. Aquel pequeño ejército se puso en marcha a su orden de soltar amarras y zarpar.
En aquel entonces no se acostumbraba, ni se podía navegar de noche; así que el rústico birreme avanzó por jornadas en cabotaje bordeando las costas al norte del Mar Egeo, a una velocidad no mayor a la que hoy medimos como 12 km/h, de modo que en una jornada no superábamos los 100 km de recorrido.
De ahí que, apenas en el segundo día de viaje haciendo un anclaje en las Islas Misias, comenzaron los problemas. Se desembarcó por provisiones, pero al regreso de todos, se vio que faltaba Hilas. Entonces Herácles se dispuso a ir en su búsqueda, ofreciéndose Polifemo a acompañarlo. Como tardaban, Calais comenzó a instigar a Eufemo, segundo de a bordo, y a Jasón, la autoridad política, para apurar la marcha. Y Jasón vio en ello –o quizá así propició– la oportunidad para tomar el mando. Pero se esperó a satisfacción y convenio de todos, y como no volviera ninguno de los tres, se tomó la decisión de abandonarlos. En realidad, Hilas había sido capturado, dice la mitología, por unas ninfas. Ello no tiene en realidad más importancia, que el hecho de que Jasón tomara el mando tras el abandono de Herácles, lo que debilitaba el pequeño ejército al entrar en combate, como estaba previsto, contra los cloquis.
Poco a poco cruzamos el Helesponto, casi con reverencia, y arribamos luego a las puertas de Ilión (nadie en ese momento se podría imaginar que apenas unos pocos años después,. Ahí se escenificaría una de las más grandes batallas aqueas), y comenzamos el cruce de los Dardanelos.
Aquí e donde se hace lo desesperante para los viajeros del tiempo –y Deuterio en esta frase cambiaba drásticamente de tono como abriendo un irremediable paréntesis–; cruzar el Estrecho de los Dardanelos no sólo implicaba luchar contra el riesgo de las adversidades de la naturaleza, como el deslave de una montaña o la precipitación de las rocas de sus farallones; implicaba, a su vez, luchar contra tribus o pueblos que pudiesen sentirse amenazados o de hecho invadidos, esas eran las ninfas, las harpías, etc; todo eso era entendible, pero también había que luchar contra los fantasmas de la época.
Teníamos que aguardar anclados los días con la más absoluta resignación de Asclepio y mía, y la dramatización de Argo con Eufemo lanzando palomas para deducir si era favorable el paso del navío por el Estrecho. Esta es la parte más terrible y angustiante de los viajeros del tiempo, sumidos en la impotencia ante una ignorancia inefable, e inevitable –y Deuterio interrumpió su plática, cabizbajo, guardando silencio por un momento, apenas movía la cabeza negativamente; no intervine yo en lo más mínimo, no se movía, era importunar en sus reflexiones, y luego daba unos sorbos a su bebida y se reponía para continuar. Curiosamente era que yo también sentía muy en el fondo esa misma reflexión ante los fantasmas de la gente de mi tiempo.
Te imaginas –continuó– a Argo dando respuesta a Zetes abriendo sus dedos sobre un mapa deliberadamente hecho en forma rústica, preguntándose así por la distancia, y a Argo tomando una tiza y despejando ante la perspicaz vista de Zetes y Etálides, el valor de d en “2pRcos j sen l”; qué sería ese p, de dónde salía R, qué era eso de del “cos j” o el “sen de l”, por qué j = 40° N…; sólo para decirle con toda exactitud, en unidades actuales, que entre la desembocadura del Bósforo al Ponto Euxino, y la desembocadura del Facio en la Clóquide, habría tantos km, lo cual para Zetes sólo equivalía a un cierto número de jornadas.
Esos conocimientos no se desarrollarían sino diez siglos después, con Aristóteles suponiendo la esfericidad de la Tierra, y su discípulo Dicearco introduciendo el concepto de Diafragma sobre j = 36° N y por lo tanto, cierto valor coordenado. Sólo Dicearco ya podía estar en condiciones de entender qué garabateaba Argo con su tiza, y aún siguiéndolo con mucha dificultad.
En ese pensamiento, casi en una profunda introspección, me recliné en el respaldo, crucé los brazos, me llevé una mano a la cara restregando los ojos con el índice y el pulgar bajo mis lentes, deslizándolos hasta apoyarlos en la barbilla; mi vista se fijó en la mesa frente a mí, pero con la mirada perdida en el infinito. Deucalión también se reclinó, subió un brazo sobre el respaldo y con la otra mano alcanzaba su bebida que sorbía con aire triunfal.
El intemporal Deucalión estaba frente a mí y me hacía, en el tiempo, no sólo partícipe de los argonautas, sino miembro de ese comité clandestino a bordo, que conspiraba en pos de un secreto, como el verdadero fin de la misión a la Clóquide. La sola posibilidad de que esa reflexión fuese cierta, me dejaba profundamente impactado.
Caía la tarde, apenas un codo sobre la mesa, miré por el ventanal a un agitado tránsito de automóviles en la confluencia de una avenida en dos sentidos, que en ese punto se bifurcaba en sendas avenidas distintas cada una de un solo sentido, y luego, para más, haciéndose ahí mismo una ancha avenida perpendicular, a su vez, en doble sentido; al fondo, pero en medio de todo ese tránsito, se veía una pequeña feria con todos sus juegos, llena de colores y serie de luces de toda la gama del arcoíris, que hacía felices a una gran cantidad de niños que parecían partículas en movimiento browniano. Aquello era la mundanidad cotidiana, simple, llana. Para todos esos seres, el ayer del día anterior se perdía inútil, y su presente apenas se veía presionado a considerar el día siguiente. Los empleados de la banca en la acera opuesta, terminando sus labores, comenzaba a salir; ellas, monótonas, con sus finos vestidos de buena tela; ellos, uniformados, con trajes de elegante corte; mañana estarían ahí puntuales, vestidos igual, para otra jornada igual. Y yo estaba ahí, supuestamente, con un tipo que decía venir de hacía tres mil años atrás, con el sólo fin de encontrarme hoy, aquí, para aclarar y proyectar algo para los siguientes tres mil años.
Hasta ahí, sin darme cuenta, él me había estado convirtiendo en un “viajero del tiempo”; y “atando cabos”, comenzaba a sospechar que aquello no sólo era “conversión”, sino una especie de “rescate”, o la fatídica presencia del viajero portador de la lacónica sentencia: <<¡Es hora, estás ya preparado, os toca actuar!>>, sentencia que simplemente me hacía ser uno de ellos, uno de esos selectos viajeros del tiempo.
Esa mundana vida ahí afuera, era –tomando la idea de Carl Sagan– como el “mundo de los terraplanos”. Adentro, tras el ventanal, sumido en esas reflexiones, yo, como si estuviese en una nave o cápsula espacial, era como un observador de esos bidimensionales terraplanos desde la tercera dimensión; mi espacio y mi tiempo eran distintos, eran otros…, yo era, entonces, un viajero del tiempo.
Salí de mi ensimismamiento, lentamente adopté de nuevo la postura frente a Deucalión reclinándome sobre la mesa. Él se daba cuenta de que ahora comenzábamos a sincronizar. Ahora él parecía escurrirse en su asiento, sorbía su bebida, pero era como si se escondiera detrás de ella; y yo sólo lo observaba ya en silencio.
_ ¿Estas casado? –me preguntó Deucalión finalmente.
_ Mmm…, sí…, –y mi respuesta llevaba un involuntario sello de delación–, tuve tres hijos, dos mujeres y un hombre, ya independientes…
_ Mmm…; porque, a los viajes en el tiempo, no van las esposas…
Y esa fue la frase más terrible que jamás haya escuchado…; por supuesto, no por la ausencia de la esposa en el viaje en el tiempo, sino porque aquella frase la pronunciaba Deucalión…, pero provenía, sin duda, de alguien más: el Moros.
Involuntariamente hice una exhalación que reflejaba un sentido de descanso. Para mis adentros, ya sólo me decía: <<Todo ocurre por algo>>, y dicho tanto en su sentido causal del latín clásico, en la forma de “pro algo”, a favor de que algo sea, como en su sentido consecuencial, en tanto efecto, en su forma de “por algo”, del latín vulgar, esto es, en función de, para que algo sea. A saber si ese “algo” sería bueno o malo, pero resultando satisfactorio conocer por lo menos el sentido general del propio destino.
_ Finalmente un cuervo no volvió –dijo de pronto Deuterio–, y luego una paloma regresó con algo en el pico; y entonces reemprendimos la marcha cruzando así primero los Dardanelos, y luego el Bósforo, todos en silencio y con una actitud expectante, con la mirada de los guardias a bordo al filo de los acantilados, el crujir y palear de los remos en el agua, era todo lo que se escuchaba reproducido por Eco en los farallones.